Ada se despide del océano

Andrés H.
5 min readJul 10, 2022

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Para Ada, ver el océano nunca fue lo natural. Creció lejos de él y no se convirtió en parte de su cotidianidad sino hasta mucho después, cuando los dientes ya no eran de leche y era su propia responsabilidad no perder las llaves de la casa.

Quizás por ello no deja de asombrarle. Quizás por ello, si el clima lo permite, puede pasar largas horas observando la nada. Aun cuando la nada está llena de océano, de olas que vienen y van en patrones impredecibles pero que de alguna forma son esperados.

La nada por la que viajan enormes barcos a ciudades lejanas a las que se abstiene de visitar. Ada observa el océano mientras practica sus despedidas, siempre le fue más fácil decir adiós luego de ver al océano. Como si aquella infinidad azul le trajera las respuestas que no puede encontrar, o el viento salado y el ruido de las gaviotas fueran esa explicación que necesita para que el corazón le duela un poco menos. Sentada en su silla favorita — Ada aprecia las costumbres, y si alguien ocupará su lugar de sentarse, ella volvería más tarde, aún cuando el número de lugares para sentarse a ver el mar sea tan infinito como sus aguas azules — En unas horas tendrá que hacer uso una vez más de sus músculos de la despedida. Alguien aborda un avión, alguien ha de no volver aún cuando deja tanto equipaje que Ada pasara el resto de su vida desempacando las cajas. Encontrará recuerdos envueltos en celofán, postales que nunca fueron enviadas, encontrara la única carta de amor que alguna vez escribió, firmas inconfundibles, musica para escuchar a las 3 am, ropa que vistió una vez, ropa que nunca vistió, regalos que no pidió y que aun así conserva en la mesa de noche. La incómoda tarea de desdoblar recuerdos no la dejará, y pasarán los años antes de que encuentre el final de esas cajas, muchos años para que finalmente se encuentren las piezas en su lugar y pueda decir, lo intente, pero aun te amo. Y eso está bien, que el amor puede ser el susurro sin respuesta, la carta que no llega, que amor termina siendo la espera, porque la espera es inevitable, como lo es estar solo. Que al amor es el espacio en la repisa, aún cuando en ocasiones falten adornos con que llenarlo, que estará ahí esperando cuando los aviones se cansen y regresen fatigados, o las luces de los barcos se aproximen.

Ada regresa a ver el mar, pero los años le han enseñado algunas cosas sobre el sedentarismo así que decide omitir su sitio usual de sentarse. Hoy regresa de un cementerio. Viste aun de negro, los guantes le protegen del frio y como un cuervo que busca curiosidades entre las ramas, emprende su camino por la orilla. Observando a la distancia las mismas embarcaciones de siempre, recorriendo los caminos de siempre, como péndulos simples incorregibles. Quizás cambian los pasajeros, pero los caminos son los mismos, y los caminos los recorren las gentes una y otra vez, y raramente alguien se detiene a pensar hacia dónde va. Los caminos en el océano son infinitos y aun así, los hombres y mujeres terminan llegando a los mismos sitios, los barcos a los mismos puertos. De cuando en cuando un náufrago no regresa a casa, y en casa han de llorar por los hombres perdidos, mientras Ada piensa que solo el que no sabe dónde está puede preguntarse para donde va.

Y ella se pregunta a dónde va, aunque brevemente su mente regresa a pensar a dónde van los muertos que ha dejado en el cementerio, si es que acaso las promesas de los paraísos se verán cumplidas o si es que acaso la nada cósmica será el único infierno. Su corazón le duele una vez más — Como suele ser cada vez que Ada se despide del océano — recuerda a una abuela que no podrá volver abrazar, que las distancias se han hecho insalvables, las palabras mudas y las caricias inertes. Mientras ella solo le quedan las preguntas, de lo que ha de venir, de hacia donde ha de caminar ahora que la noche cae e incluso un cuervo negro y solitario empieza a quedar fuera de tono en el contraste del oceano invernal. Que afortunados los muertos, que no les queda otra cosa que la certeza.

Hay una pequeño café, lo recuerda de antes, de cuando el tiempo le alcanzará para dos. La entrada es como lo recuerda, las mesas parecen no haberse movido en siglos, la joven mesera que toma su pedido con una cándida sonrisa que le recuerda los días en que para ella era también fácil sonreír. Ada observa por las ventanas y el océano le regresa la mirada como siempre. No es lo mismo de siempre, nada nunca es lo mismo, todo se mueve y cambia en ritmos impredecibles, y sin embargo, aquellas emociones son las mismas. Toma su café sin prisas, mientras su mirada melancólica interroga una vez más a las olas, las nubes y las gaviotas. ¿Cómo dejar de sentirse tan profundamente sola? Intentó los remedios más comunes y formulados, y en amigos y amores e historias, no encontró más que el reflejo de sí misma, el espejo antes de dormir, las preguntas sin respuestas y la repisa sin llenar donde el polvo inmaculado hace las veces de calendario.

Abandona el café para encontrar que afuera la primavera toma su lugar. Los gélidos vientos reemplazados por brisas florales, y la nieve en el aire por el polen de flores incontables. Observa sus manos y no puede dejar de ver sus arrugas, si tuviera un espejo podría ver su rostro arrugado y agotado. Camina lentamente, con la ayuda de un bastón mientras en la distancia la velocidad de barcos y ferries sigue siendo la misma — Y nunca la suficiente para sus pasajeros — Camina despacio, recordando un poco más de la vida. Cree que amo lo suficiente, tuvo ocasión de amar y esa es una fortuna que pocos pueden contar. Las noches se hicieron un poco menos largas, quizás un poco más cálidas, aunque hubieran cosas que nunca dejaran de dolerle. Esa herida incomprensible del pasado ¿Volvería a ese pasado? No, demasiados errores que a veces son difíciles de ver a la distancia, pero aun así, no deja de pensar en las cosas que fueron, en las pudieron ser, Y ahora, cada una de sus arrugas es una historia que contar y otras mil que no ocurrieron.

La noche cae, Y Ada está de regreso en su silla favorita, preparada para una última despedida. Las despedidas requieren recuerdos y los recuerdos requieren ejercitar músculos que con frecuencia hacen doler el corazón. Demasiado atrofiados por el desuso, demasiado preciados para descartar. La noche cae y ella pestañea con calma. Se ve a sí misma recorriendo las playas, con su mano entrelazada en una mano ajena, pero que siente como propia. Pestañea. Se ve regresando en soledad a observar el mar, cuando los tiempos no fueron buenos y los destinos crueles como déspotas dictadores. Pestañea. Está cansada, irremediablemente cansada. Esta vieja, observa sobre su hombro para encontrarse a ella misma, que le mira con ojos impávidos y una sonrisa perfecta, una sonrisa que le recuerda que hizo lo que pudo y que eso estuvo bien, y que está bien estar cansada y que está bien amar en el silencio. Pestañea. Sus ojos se niegan a abrirse esta vez, la oscuridad la envuelve lentamente mientras el agotamiento pesa tanto como el desamor. Cierra los ojos en paz, mientras las sombras se llevan a Ada por aquel camino de una sola vía, donde podrá descansar tranquila sabiendo que tuvo tiempo de despedirse del océano.

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