En una finca de un tío de mi padre, solía haber un calendario oxidado.
Quizá la palabra oxidado es imprecisa, después de todo no era de metal. Era uno de esos calendarios que regalan en supermercados y tiendas para las épocas de fin de año. Presumo que el color que alguna vez tuvo, era algo parecido al azul, sin embargo, la mayoría de su superficie estaba sencillamente cubierta de polvo y mugre, la mayoría de los números y letras imposibles de distinguir. Perdidos para siempre en el tiempo.
Esa era una de las cosas que me fascinaban. No importaba a quién le preguntará, los viejos habitantes de esa casa no podían darme de razón de qué año era el calendario. Lleva ahí colgado tanto tiempo — Pegado a una de las paredes exteriores, expuesto a los elementos — que incluso los habitantes de la casa, quienes llevan viviendo ahí por muchos años más que el calendario, han olvidado cuando o como llego a esa pared. Tampoco es que importara demasiado, solo un calendario que alguien olvido cambiar en algún año.
Quizás tenía unos 12 o 13 años la primera vez que lo note. Y vuelvo a ese recuerdo cuando me detengo en ocasiones a pensar, en tiempo, memorias y lo que se queda atrás. Es imposible no dejar cosas atrás, la propia memoria humana es limitada, los espacios físicos se llenan rápidamente de cosas y trastes, y para algunos, decidir que guardar y que tirar es un proceso doloroso. En muchas ocasiones nos vemos forzados a dejar ir, a tirar cosas y recuerdos aun cuando no queramos, y en otras, el sencillo abandono del día a día es suficiente para erosionar las cosas que alguna vez nos parecieron importantes.
Mi abuela tiene la tendencia a acumular cosas. Quizás no de una forma patológica o que pueda ser excesivamente preocupante. Solo guarda cosas. O quizás esos tesoros y basura no son tanto el resultado de la fuerza o deseo de conservar, sino más bien la imposibilidad o lo difícil que es botar y perder, que es aceptar que con el tiempo, todo termina en el bote de basura.
Yo no soy un archivista muy bueno en particular. Hay un cuarto en mi apartamento con una serie de objetos que bien podrían ser basura, aun cuando llevo menos de un año viviendo aquí, ya logre acumular suficientes trastos para llenar un pequeño cuarto. Debo admitir que pospongo la depuración del cuarto, más por flojera que por el deseo de conservar nada. Parece que aquí hay otra fuerza en juego que termina con un cuarto lleno de trastes como resultado. Algunos buscan conservar, tengo la idea de que mi abuela teme dejar ir cosas y yo, yo soy solo muy perezoso para limpiar.
Nunca antes fue tan fácil preservar recuerdos — o por lo menos tener una noción básica de preservación — todos nosotros llevamos en nuestros bolsillos teléfonos con los cuales documentar nuestras vidas, incluso hacerlas públicas para el consumo de amigos y familiares. En esas cuentas quizás he fallado un poco, no suelo tomar demasiadas fotos, las que tengo están perdidas en un mar de memes y otras cosas y mis esfuerzos de conservación se limitan por lo general a los backups periódicos de Google fotos.
Para algunos de mis amigos, sus perfiles de Instagram funcionan bien como archivo y anticuario. El afanado paso de la modernidad hace que dos o tres años atrás parezcan una eternidad. Mis amigos me enseñan sus cápsulas de tiempo y yo me dejo llevar en ese viaje de memorias ajenas, en ese ejercicio de arqueología moderna, desenterrar uno o dos viejos esqueletos, mirar el mundo a través de sus ojos, ver sus calendarios antes de que se oxiden.
No hay forma de preservarlo todo por siempre, el decaimiento es una constante, y aquellas bóvedas digitales no son la excepción. Somos ciervos y vástagos de las grandes empresas de tecnología, es un poco triste pensar que Silicon Valley tiene un monopolio sobre nuestras memorias. Recuerdos y despedidas que conjuran lágrimas o sonrisas, disponibles para la compra y venta.
¿Como dar sentido al pasado? La idea de que el pasado es solo pasado, no me sienta del todo bien. No experimentamos nuestra propia historia como quien lee un libro de historia sobre Napoleón o guerras en tierras remotas. Esas viejas fotos, condenadas a reproducir viejos sentimientos, a evocar emociones una y otra vez. No guardo muchas fotos o recuerdos, pero vivo una buena parte de la vida en el pasado. Empiezo a ver como los números se borran en mis calendarios, aun cuando me niegue a bajarlos de la pared.
Siempre es posible esperar, por un día más.