Me arrullaba la suave paciencia de las noches.
Extrañarte era por entonces en mi deporte favorito. Y lo practicaba con profesionalismo estético y los perfectos puntajes que solo la práctica extrema puede conseguir. El compromiso, a la causa perdida de conservarte en la memoria, mientras el tiempo hace de las suyas y las noches dan lugar a más noches, aunque a estas noches no me quede más que acompañarlas con suspiros antes de tratar de dormir. Lágrimas en la almohada, la forma de viejas pisadas en la alfombra, un comedor con sillas para dos, mientras en la mesa, un solo plato vacío me mira desafiante. Un frutero y frutas que se niegan a descomponerse, las ventanas que observan a la nada, los periódicos de días sin recoger del suelo, las hojas secas que de mis zapatos terminan por descuido a parar el entorno sagrado de la casa. Cuantas cuentas puedo hacer, y contar los elementos que alguna vez irremediablemente te pertenecieron, cuantas moléculas de este aire aún son tuyas, mientras yo, en mis intentos de encontrar nuevas formas y métodos, termino reemplazándolas por exhalaciones vacías, por bocanas de aire de sabor a whiskey y cerveza.
En esos días, ya nuestras conversaciones perecían al reino de los ríos secos. Habías decidido que lo mejor era prescindir del absurdo, de la conversación que no tiene cabeza o cola y que no lleva a nada, que mi presencia te resultaba por una o dos…