— El bosque no es lugar para corazones rotos, Paula. Aquí hay fantasmas.
Antonidas, el mago, observa a Paula. Ella le regresa la mirada, cansada y tímida. El mago no la ha visto llorar antes. Quizás la vio hacer una rabieta de niña o gemir un poco luego de caer de su bicicleta. Pero aquellas lágrimas son nuevas. Naciendo de lugares antes desconocidos para Paula, atravesándose en sus horas de dormir, en sus horas de comer. Su mente se siente debilitada ¿Y si la magia la abandona? Puede notar como por esos días grises le es más difícil conjurar los hechizo más sencillos.
— Quiero estar sola — Responde sin querer sonar ruda, aunque en realidad no hay forma de que tal requerimiento no suene difícil de aceptar.
— Eso es comprensible Paula, Y aun así, muy poco recomendable — El mago observa a su alrededor las ramas y troncos húmedos por la reciente lluvia. Extiende su arrugada mano a uno de los árboles y tras unos breves instantes, la naturaleza se abre para él. El tronco y la madera muerta alrededor rinden su voluntad al mago y se asumen su nueva forma. Antonidas se sienta lentamente en la silla recién formada. Las hojas naranjas la arponan, en otras tierras podría ser el trono de un rey, hoy es tan solo una silla en la que sentarse a su lado — es muy peligroso dejar solo un corazón roto.