Creo que nunca tuve miedo a las alturas.
Si me preguntas, algunos de mis mejores recuerdos de la infancia tienen que ver con trepar a algún lugar. Recuerdo el primer día del colegio, porque había una gran escalera de colores, que más que una escalera era una grada desde la cual observar partidos de fútbol que tendrían lugar en la cancha mas abajo. A las horas de los recesos, cuando el aire sabe ligeramente a libertad, cuando la libertad tenía sabor a eucalipto. Pero yo la subí el primer día, la primera hora. Supongo que quería ver el lugar desde la moderada altura, supongo que quería subir las escaleras. También me gustaba subir a los árboles, no muy abundantes en la gran ciudad por lo demás, pero un pequeño árbol que se prestara para mis torpes acrobacias era siempre bien recibido.
Luego tuve que subir otras escaleras. Algunas más pequeñas que otras. De camino al colegio tenia que subir a un pequeño puente y cruzar una quebrada. Luego tenia que bajar las escaleras. Creo que siempre preferí subir escaleras a bajarlas, la idea de caer suele ser mas aterradora que la simple imposibilidad de dar el paso siguiente. Caer por el otro lado… suena más intimidante si me lo preguntas, y creo que con los años, le doy la razón a mi joven yo. Caer requiere la inevitable acción de levantarse, y eso no siempre es sencillo. Sin embargo creo que aprendí a hacerlo bien. Siempre dicen que los fracasos enseñan, que debes usar las derrotas como oportunidades de aprendizaje y crecimiento y otras cuantos sinónimos que se pueden encontrar en esa odiosa literatura de autoayuda. Y aunque en parte llevan algo de razón, omiten detalles importantes. Como por ejemplo qué, aunque hay que en efecto levantarse, no hay garantías de victoria, no puede ser la promesa de un día mejor lo que te impulse a seguir, porque esa promesa es vacía, nadie puede prometer un día mejor, nadie puede asegurar que el futuro estará destinado para momentos más brillantes. La tragedia es tragedia porque es imprevisible. Creo que deje de creer en ese tipo de promesas hace mucho tiempo, pero cuando era tan solo un niño era mas fácil levantarme, al resbalar dando un paso bajando escaleras.
Eso se ha hecho más difícil con el tiempo. Creo que las escaleras se han hecho también más intimidantes y las caías más aterradoras y peligrosas. Quizás ya no arriesgo mis huesos al trepar a un árbol, pero creo que me arriesgo a más cuando aventuro extraños pensamientos y los dejo volar. Y entonces las caídas son horribles. Suelen ocurrir en las noches, cuando es más fácil estar a merced de lo que nos atormenta, no porque haya en la oscuridad demonios o espectros que se escondan bajo la cama, si no más bien porque en la oscuridad, el silencio se hace más difícil de entender. Más difícil de evadir. Y buscando respuestas, la mente se aventura a hacer preguntas horribles y para no desentonar con las circunstancias, proporciona respuestas igual de siniestras. Respuestas a medias, o falsas en toda regla, pero aún así, se hacen difíciles de combatir.
Si me preguntas te diré que no estoy loco. Y en general no hay razones para pensar lo contrario. Salvo cuando me encuentro solo. Verdaderamente solo. Debo remarcar que eso solo ocurre de vez en cuando, quizás durante las peores temporadas, una o dos veces al día. Pero no se necesita más. Cuando una mala idea se planta en el cerebro y este se niega a abandonarla, bueno las cosas se pueden poner un poco feas.
Debo entonces conjurar mi mejor retórica para derrotarme a mi mismo. Y aunque sea yo quien lo diga, debo decir que soy un enemigo formidable. Un rival que no se puede comparar con nadie, un rival que me conoce tan bien, que reconoce debilidad en mi fortaleza, que guarda memorias antiguas como fósiles de colección y que no tiene miedo de exhibirlos en museos demasiado dolorosos para recorrer en soledad.
En ocasiones toma un poco de tiempo. Un vaso de agua o dos, una llamada telefónica y una voz familiar, un mensaje en la oscuridad o la luz del amanecer en la ventana, toma tiempo, pero la fuerza reside y entonces creo poder subir el siguiente paso en la escalera. Estar a salvo, por lo menos por el tiempo que dura una canción o hasta que sea de nuevo la hora de apagar las luces y entonces, aquel enemigo horrible tenga un nuevo día de soledad para usar como munición, como prueba de que siempre estuvo en lo correcto y una vez más tenga que conjurar todas mis fuerzas para encontrar la energía y enfrentarle, poderle decir: entiendo de donde viene eso, pero …
Y al final de la lista de justificaciones, me encuentre con el siguiente escalón. Y lo suba. Sin preguntarme si al final encontrare esas recompensas que prometen los eruditos de la autoayuda o los hombres fé. Y sin embargo….
A veces quisiera sentarme a esperar. No quiero volver atrás, creo que dar pasos al revés esta más o menos prohibido cuando se trata de subir escaleras, pero y ¿Que tal una pausa? ¿Que tal esperarte en la mitad de la escalera? quisiera pensar que vienes detrás de mi, que de cuando en cuando también se te hace difícil contar horas en un día y días en el calendario.
No es que quiera que estés sufriendo, de ninguna forma. Tan solo quisiera un día poder ver en tu rostro esa misma expresión que encuentro en el mio, parando frente al espejo en las horas pequeñas de la noche. Ver esa expresión y poder decir entiendo, y realmente entender y no necesitar más palabras. Quizás necesitar tender una mano y permanecer en silencio, y por una vez en la vida, el silencio sea realmente silencio.
Hoy puedo sentarme a esperar por ti en la escalera. Resistirme a entrar en ese debate con el sujeto que suele querer obligarme a elegir, entre avanzar sin pensarlo o saltar al abismo. Hoy puedo esperar por ti en la entrada del edificio, esperar que bajes la escalera que conduce de tu oficina al mundo y en un breve saludo decir, entiendo.