La daga del príncipe

Andrés H.
4 min readJun 16, 2021

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En los brazos de la princesa, una despedida sabe más amargo. La ha despedido antes, pero antes la promesa de un retorno era suficiente para los dos. Es diferente marchar a la guerra. Es diferente blandir las armas contra antiguos amigos, ahora, esa promesa del retorno carga consigo una consgina de muerte. Sí regresa será tan solo porque alguien a quien ella ama ha encontrado el final en el filo de su espada. Y las caricias de un asesino seguro tendrán un diferente peso sobre su piel.

Pasa las manos de soldado por su cabellera de oro y plata, lentamente acariando su espalda, sintiendo a su vez como las manos de ella regresan el gesto. El aroma de la primavera se confunde como el aroma a ella, así lo ha hecho desde que la conoció y así de fácil una brisa floral se convierte en un cálido recuerdo. De una noche de amor bajo las estrellas, de una caminata eterna bajo la lluvia, de un beso tan lento que los mundos caben en el. Ahora siente como ese aroma se va contaminando con la expectativa del futuro, de la sangre que ha de venir, del sudor del campo de batalla y las lágrimas que inevitablemente ella derramara, porque no hay forma de ganar en la guerra, unos mueren y los que vivan, lo harán a la espera de una venganza que venga desde las sombras.

La observa una vez más y recuerda cual fácil es amarla. La armadura en el suelo, se siente casi desnudo sin ella, pero así es como prefiere que lo vea.

Ella dirige su mirada de regreso al soldado, al príncipe, mientras se deja llevar entre recuerdos. Acaso recuerdos de la noche anterior, cuando el sol a duras penas se atrevía a interrumpirlos con un impertinente amanecer. Impertinente, todo es impertinente ante el amor de ellos. Ella, ojos de plata, ojos de antiguos reyes, ojos de eruditos, ojos para ver las estrellas, observan con atención los rústicos ojos del príncipe, ojos de soldado, ojos que han visto la vida dejar a un enemigo herido, ojos de noches sin dormir buscando el camino a casa. Ella le observa, buscando las respuestas a esas preguntas demasiado difíciles para poner en palabras.

Sobre ellos, los cuervos vuelan llevando mensajes. Las hojas de los árboles hacen tenues reverencias ante el viento que ha parado su furia usual para dar lugar a las despedidas. El pequeño lago y el jardín, los últimos testigos del juramento que él le hace, sellando así el destino de los dos. Si ha de cumplir, volverá a ella con la cabeza del rey en una pica y ella será coronada reina, si ha de fallar, ella ha de atender ceremonias funestas en trajes de negro.

Pero ella los ama a los dos. El rey le ha dado todo, y él le enseñó que hacer con ello. ¿Como puede siquiera pensar él en un juramento así? ¿Acaso no oye sus propias palabras? ¿No tiene él un padre también?

Pero puede también escuchar la voz ronca del viejo rey, lo matará si es necesario, el que una vez fuera el yerno prometido y ahora es enemigo. Lo matara y hará que ella observe, que su castigo sea el recuerdo, la memoria del príncipe ardiendo en una hoguera, o torturado por hombres enmascarados mientras ella resiste la necesidad de gritar hasta desgarrar su garganta o ser silenciada por la mano dura de un rey viejo como el polvo y duro como granito.

El viento hace una pausa. Las lágrimas manchan su visión, las visiones de cualquiera de los dos futuros que se presentan ante ella, y así comprendió que en ninguno de los dos hallará nada. El mundo se acabo con el juramento solemne, con la guerra inminente y de origen difuso. Nada espera por ella al final del día, al final del último beso que comparta con el príncipe o el último consejo que reciba de su padre. Nada.

Pero aquella todavía es su vida, y su padre le enseño a decir que no y el príncipe a tomar acción. Su vida será la que ella quiera, no la que la fortuna de una guerra determine para ella.

El regalo que lleva en la cintura le ha de servir para su propósito original, desenvaina la brillante daga y la entierra en el vientre del joven príncipe en un movimiento tan rápido que su instructor de armas estaría orgulloso.

La sangre emana con velocidad, el jubón se cubre de sangre, las insignias reales desaparecen bajo el teñido escarlata. La muerte los iguala a todos. Las gotas caen al suelo, perturbando el jardín inmaculado. Los cuervos se detienen al pasar, como pensando si será necesario regresar, volver con la mala noticia de que el príncipe esta muerto. A sus pies, su amado. No hay un mundo para ella sin él, pero tampoco uno en el que los dos vivan en paz. La princesa se cortó la garganta, dejó que su sangre se mezclara con la de él mientras con sus labios agonizantes buscan los labios del príncipe por una última vez. En un suspiro deja el mundo que nunca fue para ella.

A la distancia el aullido de un lobo anuncia una guerra sin nombre ni causa, el martirio inagotable de un padre y el futuro fragmentado de un reino imposible.

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