Él, sentía pánico por los viajes. Desde el momento en que los emails de confirmación por parte de las aerolíneas, desde el momento hay que empacar las primeras medias en la maleta.
Temor. Los días previos, las horas antes. Las pulsaciones en su corazón adquieren ritmos extraños. Se despierta a deshoras, olvida las llaves en la puerta, no puede observar calendarios. Los días previos a cualquier viaje, la más pequeña molestia dispara de nuevo ese miedo a volar.
Vienen las maletas, las horas de organizar las despedidas y otros rituales, las conversaciones en torno a las probabilidades de que un avión se caiga. Son bajas, nunca cero. Son pocos los aviones que se caen, muchos los que llegan a sus destinos estando vacíos.
Los aeropuertos son espacios transitorios. Nadie quiere estar allí, por definición. Él, se sienta a esperar, los aeropuertos son sinónimos de largas esperas. Cambia de lugares con frecuencia, prueba las diferentes opciones del café de las máquinas. Tiene tiempo. Observa relojes, en su muñeca, en el celular, pantallas que anuncian llegada y salidas. Se promete que esta vez sí va a leer ese libro que tiene en pausa desde hace meses. A su alrededor las señales usuales lo distraen, personas afanadas, personas duermen, el sonido de ruedas gastadas contra el brillante suelo, anuncios en varios idiomas; un hombre debe reportarse en migración, es la última llamada para abordar. Alguien pierde un vuelo. Los aeropuertos son sitios de lágrimas agendadas.
El libro debe esperar. No puede leer, el café no es bueno, su mente se va a lugares previos. Los que habitara antes de despedidas. Antes de despedidas en palabras, se va al silencio de la noche anterior. Se va a los recuerdos del día antes, siempre hay un día antes.
Es noche, la mañana, los sorprenderá con una distancia que crece entre los dos, alimentada por ingentes cantidades de combustibles fósiles. Pero ahora es noche, y las horas no tienen el sentido de siempre, la dirección del tiempo queda perdida, tan solo quedan los sonidos del amor, los acelerados ritmos de la rutina nocturna, los deberes y las viejas promesas que se condensan en pesadas gotas de sudor, que bañan sus frentes y espalda, convirtiéndolos en brillantes iconos, figuras totémicas a las cuales regresar a rendir homenaje y ritual. Él, dibuja en su piel un tablero de ajedrez, donde colocar figuras, preparar ataques, jugadas donde cada paso requiere de cautela apacible, de cuidado y planeación, mientras aún conserva en cada paso la pasión por el juego. Ella, con los ojos cerrados, recrea su mirada suspendida en el tiempo, recrea los días, meses años anteriores, los cuales parecen pocos cuando están solos, regresa a sus ojos, esos que se esfuerzan por mirarla con serenidad, que se esfuerzan por contener una culpable lágrima. Pero los observa, y en la claridad de sus ojos, observa su reflejo, una vida pasada entre ideaciones y sueños, y sus manos, se entrelazan en un nudo que no tiene más destino que el silencio. El silencio, el terrible silencio que los envuelve tras el amor, cuando el tiempo retorna su cauce y los relojes frígidos se descongelan. Aguardan, esperan, atrapados entre angustiosas exhalaciones adormecidas, donde cada segundo perdido es una posible despedida, palabras sin decir, movimiento implacable de minutero, cortinas a medio cerrar, ventanas que dan a árboles cubiertos de nieve y luego secos y luego flores.
No hay despedida más efectiva que la distancia. Aborda el avión. Odia volar. Un niño llora tres asientos más adelante. Tan solo se queda con las palabras que no quiso decir, una petición final e imposible. Sabe que el tiempo le dará otro aeropuerto, otro avión, sabe que el tiempo, lo hará retornar una vez más, a una habitación vacía.