Un atardecer del pasado

Andrés H.
3 min readMar 12, 2023

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Es verdaderamente difícil tratar de escribir sobre atardeceres sin caer en irremediables clichés. Los clichés existen por una razón, y en la mayoría de las veces es mejor pasar por alto el pensar que se comete el pecado de pensar lo que otros ya han pensado.

Los atardeceres son hermosos, es imposible argumentar lo contrario. Es imposible escapar del cliché del atardecer porque lo encontramos con la misma facilidad con la que pasa cada día. Y es que, si lo digo así, es un poco perturbador pensar que tenemos un número de atardeceres limitado. Como muchas otras cosas, llegará un día en que veamos el último y quizás no sepamos que así se trata.

Qué tal si traigo otro cliché a la discusión. Y es que hoy me encontré en un atardecer junto al mar, y el ir y venir de las olas parecía tocar en cada ciclo una nueva parte de mí. No puedo dejar de pensar en ciertas cosas.

No pude dejar de pensar en las pequeñas conchas de mar que la marea arrastra, en su apariencia casi perpetua. ¿Cuánto tiempo lleva esa concha en la arena antes de ser perturbada por mí? La devuelvo a la playa y me detengo a pensar en la infinidad aparente de la concha, de la arena y el mar. Yo me iré de esta playa en unos días, mi presencia en el ciclo de las olas y el mar es absolutamente insignificante.

Veo las olas, su danza casi perpetua. Las olas van a ir y venir sin pausa después de que yo me vaya, después de que todos a quienes conozco y quiero se hayan ido para siempre. No quedarán lugares a los que llamar países, pero el mar permanecerá.

Pienso también en ella. En lo débil que se siente decir que la quiero desde la insuperable distancia. Pienso en lo insignificante de mis palabras y sentimientos frente a la infinidad del mar. ¿Quién se ocupa a pensar en amor cuando es el momento de contemplar un mar que se sueña infinito? Creo que todos nosotros, y ahí yace esa paradoja que ahora me quita un poco el sueño, esa inmensidad infinita, y mi pequeñez e insignificancia se vuelven los desafíos que debo sortear en mi gimnasia mental.

Pienso en la simetría de este movimiento oceánico y mis pensamientos, que van y vienen y en cada nueva iteración traen una memoria o pensamiento que requiere mi atención y cuidado. Vuelvo a pensar en ella, y busco nuevas excusas para compararla con las cosas bellas que encuentro frente a mí. Pienso en que aún debemos compartir más atardeceres, pienso si acaso tendré ocasión de preguntarlo y pienso en las cosas que hará mi corazón ante respuestas negativas. Dejo que el pensamiento se lo lleve una ola. No tardará en regresar a mí, convertido en fragmentadas y pequeñas conchas de memoria.

Cómo combatir la distancia. Hago lo que puedo, lo que está dentro de mis pequeñas posibilidades… Y como con tantas cosas, no dejo de preguntarme si es suficiente. La respuesta me aterra tanto como la pregunta, un horror pensar que no se es suficiente para el amor.

Las olas regresan y con ellas, una extraña certeza. ¿Acaso importa entonces? Mi pequeñez, mi insignificancia, mi miedo… No pueden ser un obstáculo. No la quiero porque no tenga miedo, la quiero a pesar de ello. De manera que no me queda más remedio que regresar la mirada al mar y reclamar ante él mi derecho de quererte. Que no importa el tamaño de las olas ni de la profunda distancia, que hoy te quiero y esa certeza se quedará conmigo por una cantidad de tiempo que tan solo puedo estimar en el «para siempre». Que te quiero, y que tan solo espero por el momento, en que una vez más pueda cambiar el «te quiero» por el «nos queremos», y encontrar en aquella conjugación una nueva forma de ejercitar el corazón.

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